Cuando yo era pequeño
estaba siempre triste
y mi padre decía
mirándome y moviendo
la cabeza: hijo mío
no sirves para nada.
Después me fui a la escuela
con pan y con adioses
pero me acompañaba
la tristeza. El maestro
graznó: pequeño niño
no sirves para nada.
Vino luego la guerra
la muerte –yo la vi–
y cuando hubo pasado
y todos la olvidaron
yo triste seguí oyendo
no sirves para nada.
Y cuando me pusieron
los pantalones largos
la tristeza en seguida
mudó de pantalones.
Mis amigos dijeron:
no sirves para nada.
De tristeza en tristeza
caí por los peldaños
de la vida. Y un día
la muchacha que amo
me dijo –y era alegre–
no sirves para nada.
Ahora vivo con ella
voy limpio y bien peinado.
Tenemos una niña
a la que siempre digo
–también con alegría–, hija mía
no sirves para nada.