La devoción por el cine es una de las más desagradecidas que existen. No pocas veces, los que la padecemos, debemos sufrir a muchos supuestos directores con ínfulas, hasta vivir un solo instante de emoción ante una pantalla grande.
A lo largo de las últimas semanas he tenido la oportunidad de ir al cine en varias ocasiones, en la primera me topé con una de las más grandes estupideces que he contemplado: la española Fin es uno de esos insultos que periódicamente reciben los que de verdad pretenden hacer cine y, también, los que aspiramos a ver cine de verdad, aunque sea muy muy periódicamente. Es tan mala que ni siquiera la inmensa Maribel Verdú logra salvar su papel. Espero que, al menos, haya servido para condenar eternamente a su director, Jorge Torregrosa, al infierno de los ineptos. Para acabar de arreglar la sesión, tuve la suerte de soportar los ronquidos de Álex Gorina, un conocido crítico que dirigió, hace algunos años, el festival de Sitges. Un verdadero profesional; imagino que la reseña la tendría escrita y a buen recaudo en su casa.
Unos días después me escocieron los ojos con otro engendro, El Bosc, absurda mezcla de ciencia ficción de serie B y el muy español subgénero de la "guerra civil". Cabe lamentar especialmente que se maltrate a dos grandes: María Molins y Alex Brendemühl. El merecido prestigio de una y otro quedará, no obstante, a salvo. No tengo duda alguna al respecto.
Visto el desolador panorama, me sumergí en el último cine francés llegado a Barcelona. Debo decir que Francia, una de mis patrias sentimentales, no me decepcionó. En primer lugar una sensible y hermosa, aunque irregular, historia de amor entre una entrenadora de orcas y un boxeador fracasado, De óxido y hueso, de Jacques Audiard, que me permitió gozar con Marion Cotillard, continuación natural de esa especie singular que son las divas del cine francés: tan bellas y desbordantes de talento en el plató, como insoportables fuera de él. No obstante, no está al altura de otras películas suyas, como Un profeta y, sobre todo, de la película con uno de los títulos originales más hermosos de la historia del cine: De battre mon coeur s'est arrêté que, para que se hagan una idea, es tan buena que incluso Carlos Boyero la elogia.
Para el final he dejado, deliberadamente, una película con lagunas y algunos momentos abiertamente estúpidos, que me ha fascinado: Holy motors, de Leos Carax - el niño rarito y mimado del cine francés desde hace casi treinta años-.
Con la inestimable ayuda de su "alter ego" en la pantalla, Denis Lavant, excelente actor, músico y bailarín, Carax nos sitúa ante una extrañísima sucesión de episodios en los que el señor Oscar, protagonista interpretado por Lavant, "interpreta" a su vez a distintos personajes, sin que se sepa exactamente el porqué. Carax logra algunos momentos de una fuerza visual insuperable. El episodio inicial, cuando Oscar despierta en lo que parece la habitación de un hotel y accede, seguido de su perro y a través de una pared, a una sala de cine abarrotada de espectadores con la mirada ausente. Otro momento sobresaliente es el de los músicos tocando mientras siguen a Oscar en el interior de una iglesia.
A destacar la participación de Eva Mendes y Kylie Minogue, con desigual fortuna. Mendes interpreta a una modelo en el episodio más largo - y divertido-, mientras que Minogue hace de si misma ( y con eso está todo dicho)
Como conclusión me atrevería a decir que en Francia siguen respetando todo lo relacionado con la cultura, aunque solo sea para tocarle las gónadas al resto del mundo; y en España tenemos a José Ignacio Wert como ministro del ramo.