Jorge Arbenz siempre había observado la vida desde las páginas de un relato. En el interior de Arbenz ardía el deseo de pasear por la estancia donde se ubicaban todos los libros de la casa; bajar a esa calle de la que tanto hablaban el profesor argentino y su alumno; conocer a las mujeres. Solo una cosa molestaba a Arbenz: sudar. Sabía que era muy desagradable
Un día, mucho tiempo después de haber intuido el otro lado, Arbenz abandonó el relato y se sentó en el sillón preferido del profesor, de cuero negro y muy cómodo. Al poco, oyó unas voces que se acercaban hasta cesar de repente, un hombre de unos cuarenta años entró en el gabinete. No se sorprendió al ver a Arbenz, ahí sentado, con las piernas cruzadas, como él mismo hacía, y le invitó a tomar una cerveza en un bar cercano. Cuando llegaron, Arbenz se dirigió al camarero con familiaridad, pidiéndole dos estrellas y un paquete de tabaco.
Sabía que algún día abandonarías el relato, es ley de vida - le dijo el hombre con alivio- pero ahora lamento haberte creado.
¿ Por qué? - le preguntó Arbenz-.
Porque fuiste creado para vivir una vida para la que yo no he tenido valor pero, al nacer del relato, has firmado tu sentencia de muerte y lo siento. Ya no puedo hacer nada para ayudarte- respondió el hombre-.
Entonces, es verdad - dijo Arbenz con pesar-. Mirando a su creador, añadió: Que la vida va en serio lo he comprendido tarde, como todos los jóvenes, yo venía a llevármela por delante. Quería dejar huella y marcharme entre aplausos. Para mí, envejecer, morir, eran tan sólo las dimensiones del teatro. Pero al hablar contigo ahora - prosiguió- la verdad, desagradable, ha asomado y veo con claridad que envejecer, morir, es el único argumento de la obra.
Este relato brevísimo que escribí hace unos años, como homenaje a mi admirado Jaime Gil de Biedma, acaba de recibir un premio. Me ha hecho mucha ilusión.