Hace unos días falleció mi tío Víctor, primo hermano de mi padre. Les unió una de esas amistades adolescentes que parecen indestructibles, hasta que la vida lleva a cada uno por su lado, claro. Víctor y sus hermanos perdieron el contacto con mi padre durante muchos años: solo se veían en las bodas, bautizos y funerales preceptivos de casi todas las familias.
Cuando mi padre, por motivos de salud, dejó de trabajar, retomó el contacto con sus primos. Fue un proceso de insólita naturalidad, como si eso justamente hubiera de suceder en esas exactas e ineludibles circunstancias. Solo en ellas.
El velatorio me pareció tan surrealista como las historias que mi padre me había explicado de su familia materna, la de sus primos; prósperos empresarios con fábricas de ladrillos en los años cuarenta, que perdieron la fortuna familiar a causa de una generalizada afición al juego y a la vida nocturna de aquella Barcelona todavía en ruinas.
Varias docenas de asistentes, mayoritariamente mujeres de edad avanzada, se acercaban al ataúd para expresar en voz alta, y con alivio, el buen aspecto que tenía el difunto, lo bien que le quedaba el traje. Incluso alguna aludía elogiosamente a lo delgado que estaba, después de haber engordado tanto en los últimos años.
Por si esto no fuera suficiente, la viuda no dejaba de hacer planes sobre dónde se podía ir a cenar o a tomar algo después de lanzar las cenizas al mar, frente al pueblo de la Costa Brava que los acogió durante muchos veranos. Desde luego, mi madre estaba mucho más deprimida.
La vejez y la muerte nos hacen reaccionar de maneras muy extrañas; supongo que cada uno se enfrenta ellas como puede, que viene a ser lo que hacemos siempre, ¿ verdad?