"Para seducir a las muchachas no he seguido otra estrategia que la del cazador, que simplemente consiste en no hacer nada".
José Agustín Goytisolo, poeta.
Yo sé que Mario Vargas Llosa es muchas cosas y no todas buenas, sé que el autor de Conversación en la Catedral, La ciudad y los perros o La Casa Verde, no es el mismo que el de Travesuras de la niña mala o La casa del celta, porque el tiempo no es amigo de nadie. La decadencia literaria del genio de Arequipa o su trayectoria política, incómoda para la izquierda, no menoscaban la belleza de una parte esencial de su obra, que es indispensable para entender lo que se llamó el milagro literario latinoamericano, del que la agente catalana Carmen Balcells y algunos poetas de la generación del 50 - sobre todo pertenecientes al núcleo poético de la Escuela de Barcelona-, tienen buena parte de culpa.
Ayer, en su discurso de recepción del Premio Nobel, Vargas Llosa se reencontró con la palabra y tejió una pieza bellísima de orfebrería literaria con varios cantos sucesivos: al amor por la literatura; por su país andino y oceánico, por el continente que lo alberga; amor por España - con mención especial a mi malherida Barcelona-; amor por Patricia, su mujer. Y un vibrante alegato a favor de la libertad y contra toda tiranía.
Mario Vargas Llosa no oculta el neoliberal que es a día de hoy, algo difícil de digerir para muchos de los que recuerdan su determinado y valeroso activismo contra la dictadura de Franco. Muchas de sus opiniones son punzantes ataques a buena parte de las cosas en las que yo creo; asimismo, defiende hechos y actitudes que a mí me provocan un intenso rechazo.
Todo eso es cierto y lo tengo presente, pero leyendo el discurso de Estocolmo me he reconciliado en buena medida con el gran escritor peruano.
Esa imperturbabilidad suya durante el discurso, apenas quebrada en el párrafo que hace referencia a su mujer, me recordó la frase de Goytisolo que encabeza esta entrada, aunque muchos crean que no alberga relación alguna, pero es que Vargas Llosa ha vuelto a seducirme, como cuando cogí entre mis manos por primera vez, hará ya treinta años, La ciudad y los perros.