Las elecciones catalanas del pasado 28 de noviembre, no han hecho otra cosa que oscurecer el panorama político español para los próximos años.
Los nacionalistas conservadores se presentaron como la única alternativa al falso gobierno de izquierdas - presidido por Pasqual Maragall, primero, y José Montilla, después- arrasando hasta rozar el cielo de la mayoría absoluta. Los primeros discursos de la noche electoral apuntaron a la llamada "sociovergencia", modelo de gran coalición a la alemana, que dejaría cautivo todo voto mínimamente crítico con la extraña tranquilidad política que caracteriza al llamado "oasis catalán".
En Cataluña no existen fuerzas políticas de izquierda no nacionalista y, en consecuencia, no hay candidaturas que representen esa sección del arco ideológico. Todos los los que carecen de debilidades patrióticas, están huérfanos de listas electorales en cualquiera de las citas que la ciudadanía tiene, periódicamente, para elegir a sus representantes y, por si no fuera poco, son incluidos por casi todos en las filas de la derecha pura y durísima que tan notable avance ha logrado, por cierto.
Hace un tiempo tomé la dolorosa decisión de no acudir a las urnas: la imposibilidad de reflejar mi opinión sobre las cuestiones que me afectan como ciudadano y el poco interés que esta situación merece entre los que debieran preocuparse por estas cosas, convierte en inútil cualquier supuesto voto útil - útil, se entiende, a los intereses de las fuerzas parlamentarias que defienden, por encima de todo, sus intereses de casta-.
Ha sido un gran éxito del nacionalismo, es decir, de la derecha, puesto que eso y no otra cosa son los nacionalistas: ha logrado desnaturalizar todo el debate político, trasladándolo desde el eje derecha/izquierda al nacionalista/ no nacionalista, en el que se siente muy cómodo porque evita todo cuestionamiento de las injusticias del sistema capitalista, que es el verdadero objetivo.
Los ciudadanos se han manifestado y, de manera totalmente legítima, han decidido que son más importantes las banderas que las personas. No hay nada que objetar, pero lamento que las consecuencias de todo este proceso de miserabilización intelectual deban ser asumidas por todos sin excepción, salvo por las élites que más y mejor se han beneficiado con él.