Cuando cumplí dieciocho años, mis padres me regalaron una pluma, una Montblanc negra y estilizada; estaba a las puertas de la universidad y supongo que ella me dotaba de la madurez que se le suponía a un futuro licenciado. No contaban con lo lejos que está la realidad de los deseos.
Apenas la utilicé unos meses con regularidad, tal vez un año, después no pasamos de una relación esporádica y accidentada, como la que tenía con la facultad.
Hará cosa de unos veinticinco años la encerré en su estuche negro, y a su lado dejé el tintero, al fondo de un cajón ordenado como todos los míos.
Esta tarde, buscando unas fotografías, he visto el estuche y, no sé muy bien por qué, tal vez me ha picado la curiosidad, he cogido el estuche y el tintero. He comprobado que la tinta no había espesado y he cargado la pluma: para mi sorpresa escribía perfectamente: "La calidad de esta pluma es espectacular y me gusta el color de la tinta". No sé muy bien a quién le iba a interesar.
El caso es que me ha dado una alegría poco acorde con la trascendencia de la recuperación; he pensado que estaba ante alguna señal favorable, probablemente porque ya ando muy necesitado de ellas.
Ahora no puedo dejar de mirarla, como si me llamara o yo quisiera contarle algo. Incluso lamento no tener buena letra, de esas recién salidas de los cuadernos de caligrafía que acompañaban los veranos de los manazas como yo.