La política espectáculo se la podrán permitir, con reticencias y en todo caso, países con larga tradición democrática, en los que una ciudadanía consciente de sus derechos, no olvidará la exigencia a sus cargos electos ni confundirá el espectáculo con la política y viceversa, por muy estrecha que sea la relación entre ambas en más ocasiones de las deseables.
Desgraciadamente, no es el caso de la periferia sur de Europa: democracias endebles con ciudadanos instalados en la desidia, propia de quienes saben de la poca influencia que han tenido sus deseos en los asuntos de gobierno.
Ejemplos como el de Berlusconi, que cantaba, explicaba chistes y bailaba mientras robaba a manos llenas y permitía que lo hicieran sus jefes del crimen organizado, deberían alertarnos de que las sociedades políticamente inmaduras no pueden permitirse, de ninguna manera, caer en estas estrategias de mercado de objetivos siempre discutibles.
Entre nosotros la política espectáculo, de raíz anglosajona, quiere banalizar el ejercicio de poder, hacer llegar a los ciudadanos el mensaje de la poca importancia de la actividad política, que acaba convirtiéndose en una molestia de la que es mejor desprenderse, delegando a los terceros, los partidos políticos, toda responsabilidad en la gestión de los procesos de gobierno.