Han provocado urticaria las palabras de Fernando Trueba en la entrega del Premio Nacional de Cinematografía, con el que había sido distinguido por su trayectoria profesional. Es algo que me ha molestado, pero que no me ha causado ninguna extrañeza.
Trueba, director sobrevalorado donde los haya, no hizo más que dar voz a los que nos sentimos perdedores de la guerra de la Independencia: ojalá hubieran ganado los franceses, y con ellos la escuela pública, el laicismo, el amor por la cultura, los grandes museos nacionales, etc.
El director, en efecto, dijo no sentirse español, no reconocerse en patria alguna; esta es una vieja batalla que algunos sostenemos ya sin esperanzas de victoria, aunque la terquedad sea un gran acicate.
Se le ha recriminado que reniegue de la nacionalidad y coja el dinero: es algo absurdo, él coge un dinero que le dan por un trabajo realizado sin cometer delitos, con independencia del valor cultural que merezca ese trabajo. Todos cobramos por nuestro trabajo o deberíamos hacerlo, eso no es incompatible con el sentimiento de ajenidad, incluso aversión, a una comunidad nacional. No es bueno mezclar las lentejas con las banderas. Llevados por ese criterio no podríamos formular crítica alguna al país que nos vio nacer o, en caso de hacerlo, no podríamos recibir ayuda o sueldo alguno aunque nuestra conducta cívica fuera intachable.
Las patrias no son sagradas, son convenciones que sirven para que los pobres les hagan las guerras a los ricos (he perdido la cuenta de las veces que he escrito esto mismo) y se ubican en la zona visceral de nuestro cerebro, incluso en las gónadas, nunca en la razón. En la Razón, que diría Robespierre.
Trueba tiene todo el derecho a satisfacer su ego con agasajos y dinero, mientras reniega mil veces de la patria que la casualidad le ha asignado. Yo le entiendo perfectamente: soy de unas pocas ciudades, de unas cuantas películas y, finalmente, de unas pocas patrias que ya no existen. No me pelearía por ninguna de ellas, no iría a ninguna guerra por ellas y, por supuesto, no le exigiría a nadie que renunciase a un premio por no compartir mis neurosis.
Añado, y concluyo con ello: lamento que un admirador declarado de Billy Wilder se haya visto obligado a alegar falta de entendimiento de sus palabras o en la intención y el tono con que fueron pronunciadas; lo lamento porque es una nueva victoria de los talibanes de cualquier patria; y, con toda franqueza, siempre preferiré a un tipo simpático que admira a Billy Wilder, antes que a unos chalados a lomos de sus banderas voladoras.