Cuando era pequeño, cada comida de Año Nuevo se celebraba en casa de mi tía con menú invariable: sopa de atún, pollo relleno y turrones de calidad dudosa, tal y como correspondía a las modestas posibilidades de la familia.
Una absurda disputa familiar, primero, y la larga enfermedad de mi padre, después, nos llevaron a no visitar la casa de mi tía durante más de veinte años, aunque manteníamos el contacto y la costumbre de celebrar la comida de Navidad en la nuestra, lo que es verdaderamente paradójico; pero así fue hasta el lunes, cuando mi madre me pidió que la acompañara para visitar a su hermana, con la peregrina excusa de ver su nueva cocina - algo que, en el caso de mi madre, no era tan peregrino-.
Para llegar a casa de mi tía, se puede dar un paseo por una zona muy cuidada, ahora, por las autoridades municipales, que no quieren estropear la primera impresión que producirá la ciudad a los viajeros que lleguen a ella en los trenes de alta velocidad. Han desaparecido las chabolas del poblado conocido como La Perona; se ha construido un parque de grandes proporciones, que cada tarde es tomado por los jóvenes miembros de las bandas latinas que abundan en el barrio, pero a las diez de la mañana es un lugar muy agradable, con nietos, abuelos y parados que disfrutan de la tranquilidad entre árboles, huertos vecinales y alguna pista de baloncesto o petanca.
No recordaba lo pequeño que era el piso, incluso para mí, que no sé lo qué es una casa grande, pero la sensación que tuve al entrar fue de mucha incomodidad. La cocina era como cualquier otra y los pormenores de la reforma, o la poca disposición para el trabajo de los albañiles, no me interesaban en absoluto. Me dirigí a una habitación llena de libros en desorden para curiosear un poco a costa de mi prima, maestra sin más afición que las series policíacas y la literatura cuya entidad no supere a Ken Follett o Paulo Coelho, pese a su notable biblioteca.
Entonces fue cuando, oh sorpresa, me di cuenta de que todavía conservaba uno de los libros que hicieron las delicias de largas tardes: El jorobado, de Paul Féval, que, como recordarán casi todos los que anden sobre la cuarentena, relataba las aventuras del caballero Henri de Lagardère, que se disfraza de sirviente jorobado para proteger a la bella Aurore, hija de su íntimo amigo Philippe de Nevers, asesinado por el malvado príncipe Philippe de Gonzague. Me pregunto sí hay alguien que no soñara, en alguna ocasión, en asestar la estocada Nevers a Gonzague o, al menos, a su profesor de matemáticas.
Siguiendo con una costumbre que adquirí hace años, comencé a acariciar el libro y a olerlo; el olor, sin duda alguna, era el de la sopa de atún que cada año nos daba mi tía, y enseguida vinieron a mi memoria aquellas comidas interminables, las discusiones sobre quién compraría el roscón de Reyes, la insistencia de mi tía para que todo el mundo repitiera plato de sopa, hecha con atún enlatado y puré de patata, pero que a mí me parecía un manjar delicioso. Como una costumbre sigue a otra, me saltaron las lágrimas.
Supongo que estoy atrapado en demasiadas nostalgias, que es algo muy malo, pero le cogí el libro a mi prima sin permiso ni ánimo de devolverlo, que es igual de malo pero menos nocivo.
Los libros siempre han sido un buen refugio, el mejor posible para un introvertido y tímido como yo. Todo esto me hubiera gustado explicárselo a alguien que nunca leerá este blog, así que lo dejo aquí para los viajeros. Me voy a coger la espada.