Al principio, cuando Pablo Solans conoció a la mujer de su vida, nada hacía pensar que las cosas serían diferentes: nunca se había considerado depositario de algún interés y con naturalidad había ido añadiendo vivencias y anécdotas a su biografía; obtenidas en conversaciones banales: en el trabajo, en las comidas familiares o en sus vacaciones en Altafulla - en el apartamento de sus tías-.
Ya en sus tiempos de estudiante de Literatura, empezó a adquirir las habilidades necesarias para desarrollar narraciones gratas a los oídos de cualquier persona que se hubiera propuesto. Pablo era eso que llaman un ser empático, conocía de inmediato las emociones de sus interlocutores, las hacía suyas, construyendo sobre ellas vidas de las que se sentían todos orgullosos.
Durante su doctorado en Salamanca conoció a Belén, una mujer como él, sensible y muy aficionada al montañismo, también como él. El cine de autor escandinavo y la comida japonesa eran otras de las cosas que interesaban a ambos. A Pablo no le costó mucho, Belén era como un libro abierto. Aunque él prefería hablar de "libro transparente", porque ella lo encontraba gracioso. Sólo por eso.
Una apreciable herencia recibida de sus tías, le permitió entregarse a su gran vocación: leer libros de Historia durante muchas horas en su habitación, sin hablar con nadie. Ni siquiera las vistas sobre el mar que le brindaba la terraza del apartamento, eran razón para salir de su refugio.
A Marta la conoció en un supermercado del Paseo Marítimo, cerca de la farmacia y del bar donde desayunaba cada mañana a las siete y media. Como los alemanes, como la madre que Marta perdió a los catorce años. Pablo percibió enseguida toda la fragilidad de una niña abandónica. Ella se entregaba sin resistencia y a él le parecía bien. Sin más.
Dos años en Sevilla no le sirvieron para entender las emociones de los andaluces, a los que consideraba demasiado ruidosos y responsables de las pervivencia del flamenco y, junto con los franceses, de las corridas de toros.
Macarena no significó gran cosa en la vida de Pablo, pero accedió a tener sexo anal. Y eso era suficiente.
Pablo tenía una enorme colección de fotografías para ilustrar sus viajes alrededor de casi todo el mundo. Nueva York y Roma le fascinaban. No así Tokyo.
Cuando hablaba de su vida en aquellas ciudades, no lo hacía de cualquier manera: siempre se documentaba porque no quería defraudar a la persona que le escuchaba. No lo hubiera soportado.
La primera vez que vio a Blanca supo que quería pasar toda su vida con ella. Compartir viaje cada mañana en el tren de Barcelona les dio la oportunidad de conocerse. Ella le explicó que acababa de regresar de Nueva York, con un máster de Columbia bajo el brazo y un año de prácticas por delante, en un organismo de la Unión Europea que velaba por la cooperación entre todos los países mediterráneos. Pablo sólo quería escucharla y bailar un tango con ella. Siempre había pensado que el tango era el mejor preámbulo de una noche de amor.
Una noche, cenando en la terraza, Pablo le susurró al oído: " Nunca he estado en ningún sitio." Ella le contestó que no importaba y se levantó para poner algo de música. ¿ Te gusta " A media luz", verdad? - le preguntó-. Es mi tango preferido - contestó Pablo-.
La mañana era soleada, Pablo abrió su ordenador y borró todas las fotos, rompió todas las notas que, cuidadosamente ordenadas, habían servido de guion para todas sus vidas. Después fue a preparar el desayuno mientras ella se duchaba.
Blanca pensaba en todo lo que había pasado por su cabeza desde que conoció a Pablo unos días antes. Sus padres no mentían nunca y siempre le dijeron que era eso que llaman un ser empático, conocería de inmediato las emociones de sus interlocutores, para hacerlas suyas con el deber de acabar con el dolor de la gente.
La primera vez que vio a Pablo, supo que tenía ante ella a un ser devorado por el miedo a la verdad, pero no adivinó que el amor se cernía sobre ellos. Aunque eso ya no importaba.