Esta mañana, los mejores estudiantes de la última promoción universitaria tenían una cita, con el ministro Wert, para recoger los diplomas que acreditan su excelencia académica; una pequeña parte de ellos, doce, han decidido no dar la mano al ministro que está intentando devolver al frágil sistema educativo español, a esas oscuras cavernas de las que apenas había salido.
Ha sido una protesta pacífica, democrática e inequívoca. En ningún país hubiera supuesto problema alguno, dado que la discrepancia está entre aquellas características indispensables, que conforman el núcleo duro de una democracia decente. Desgraciadamente, la nuestra no es una democracia madura, de hecho, ni siquiera es una democracia decente; lo sospechábamos desde hacía años, y ha bastado una crisis feroz para confirmar las peores intuiciones.
Pocos minutos después de conocerse la noticia, las redes sociales han reflejado la escasa afición a respetar al otro que tiene, todavía, una parte significativa de la derecha española, que no entiende ni quiere entender las reglas del juego democrático, salvo que le supongan algún beneficio. Y no me venga nadie a decir que los de la izquierda somos iguales, porque es una gran mentira: la izquierda de este país ha pecado de un exceso de buena educación, muchas más veces de las aconsejables.
Estos jóvenes ciudadanos me han hecho sentirme orgulloso porque, no hay que dudarlo, por mucho que estén tus amigos y compañeros mirando, desairar en público a un ministro no es nada fácil, aunque el motivo de la acción sea legítimo y, desde el punto de vista democrático, intachable.