Ramón Torpe siempre había estado en un rincón de la vida, ni siquiera la herencia de su abuela le permitió salir. Al poco de recibirla, empezó a frecuentar el restaurante más caro de Verdina Alta, sin que eso pareciera importar a los camareros o a la agradable chica de la caja. Quiso atribuirlo al carácter provinciano de la villa, que había perdido su condición de destino turístico años atrás.
No soportaba quedar en la sombra social siendo un hombre adinerado; tanto, al menos, como los que le habían apartado de fiestas y chicas en el colegio y la universidad. Un día, decidió comportarse de manera extravagante para conseguir la atención de todos: menús extraños y comportamientos singulares - se dijo muy convencido- le forjarían una imagen de sabio despistado y seductor. Su título de licenciado le sirvió para confeccionar un llamativo gorro amarillo de cartulina.
Todos los martes, a las doce en punto, llegaba al restaurante y pedía
dos platos de lentejas con chorizo y un trozo de chocolate. Siempre
bebía zumo de manzana con menta y canela. Los camareros no salían de su
asombro: ciento veintidós euros de propina dejaba.
Las sonrisas de cómplice admiración que percibía después de su primeras actuaciones, estimularon una generosidad que se materializó en la misma propina todos los días; cada martes, los camareros echaban a suertes quién se haría con el servicio de la mesa de aquel hombre enjuto con gafas de gruesos cristales, que siempre vestía ropa de cuarenta o cincuenta años atrás y contaba anécdotas de dudoso gusto.
Un día, vio con claridad que estaba ante su momento cumbre, el que le haría pasar a la historia de Verdina Alta y, quién sabe, de la comarca o el país entero: dos altos cargos de la policía local almorzaban en el restaurante, Ramón se acercó al más joven de ellos y le orinó en una pata de la silla. El hombre reprendió con voz grave y clara a Ramón, por su actitud, concitando la atención de todos los comensales: conocían sobradamente a aquel hombre extraño y solitario, que todos los martes se sentaba en la mesa más cercana a los servicios. Ante la posibilidad de quedar borrado de la escena, de su escena, por un advenedizo, Ramón se bajó los pantalones e invitó al joven a comprobar el buen estado de su virilidad.
El juez tomó en consideración el estado de Ramón y lo confinó en un establecimiento de reposo muy cercano a la playa. De nuevo convertido en uno más, Ramón se paseaba desnudo por el jardín, cuando veía que algún grupo de jóvenes se acercaba a la verja del sanatorio, por el camino del espigón. Pronto fue imitado por otros internos y no le quedó más remedio que compartir público con sus compañeros, no tenía dinero para pagar propinas y el menú era único, como los pijamas azules que utilizaban todos cuando no se desnudaban en el jardín.