miércoles, 18 de agosto de 2010

Presentación a destiempo

No sé qué decir cuando me piden que hable de mi poesía, o de la poesía. De la primera, porque cuando tengo algo interesante en la cabeza, se transforma en poema y lo escribo; de la segunda, no sé qué decir porque sólo soy un lector aficionado. La poesía llega sin pedir paso y se despide a la francesa,  por lo tanto también resulta complicado conocerla - no se deja-. Sería arriesgado hablar de algo que no te permite acercarte a una distancia de intimidad suficiente, y yo, que nunca he sido valiente, evito los riesgos: los que se arriesgan son amantes, los que no, poetas. Los poetas son a los amantes, lo que los árbitros de fútbol a Leo Messi. Quiero decir con todo esto que la mitificación de la poesía, su exaltación romántica e idealizada, es una pura falsedad.

El hombre que me abrió los ojos a la poesía, haciéndome comprender lo apropiada que era para mí, se llamaba Gerardo Müller, hijo de un judío alemán y una católica italiana que se conocieron en Uruguay, huyendo de los fascismos que devoraban Europa en los años treinta del siglo pasado. Aldo Gerardo, sí Aldo, era un hombre extraño que cambiaba su apellido sólo por joder - Müller, Moeller, Möeller, incluso Miller-y se adjudicó Aldo como primer nombre en honor a un tío suyo, al que nunca conoció, muerto de un susto - literalmente- durante las celebraciones que siguieron a la liberación de Roma en 1944. Al menos esa es la historia que llegó a mis oídos y , por parecerme ajustada  a la personalidad sorprendente de Müller, es la que doy por verdadera. Debo añadir que Müller/ Moëller era un hombre cultísimo, dotado de un sentido del humor hilarante y un extraordinario profesor. Sí algo lamento profundamente, es que no viviera para leer "Días como todos".

Hubo dos poemas determinantes en mi vocación: El oficio del poeta, de José Agustín Goytisolo, y la Canción desesperada, de Pablo Neruda.  Un tiempo después de las primeras lecturas, llegó a mi vida Jaime Gil de Biedma, y con él, el lado lacerante y oculto del amor. No tardaron en seguirle Valente y Costafreda; Gimferrer, Ángel González, José Hierro, Vicente Huidobro, Alfonsina Storni, Nicolás Guíllén, Gloria Fuertes y muchos otros. Amén de Antonio Machado, el hombre más digno y honrado que ha conocido España.
Sobre mi poesía no puedo añadir nada a lo que se lee, nace de mi complicada relación con el amor y mi miedo a la muerte. También ronda mi pesimismo y una cierta melancolía por cosas que pudieron ser o fueron a medias. No hay más.
Podría entrar ahora en el capítulo de agradecimientos, pero prefiero dejarlo de lado porque, a las personas nombradas en la dedicatoria que figura en mi primer - y único- libro,  debería añadir a Susana, filóloga gaditana que es una sosa y no quiere que la nombre.

Aquí está cuanto tengo que decir sobre la poesía; el resto sólo consiste en sentir, leer y escribir.