jueves, 23 de mayo de 2013

Beatriz

Hacía casi treinta años que no sabía nada de Beatriz; teníamos, entonces, unos veinte años.
Ayer, por casualidad, me giré al escuchar una voz edulcorada y aguda que no me resultaba familiar: ahí estaba ella, tomando un café en el mismo lugar que frecuentábamos, lejos de su trabajo y cerca de mi felicidad.

La recordaba como la muchacha alegre que sonreía al verme; pese a todo los que nos habíamos dicho, a lo que nos habíamos callado.

Ella era otra, una de esas mujeres acomodadas de cincuenta años, que ocupan su tiempo maldiciendo a sus maridos o a sus hijos con educación aprendida, desde la cuna, en colegios religiosos de férrea moral y escasa exigencia académica.
Estaba bronceada, con ojeras y dos o tres anillos que supongo caros. Camiseta naranja, pantalones malva y unas sandalias con talón fino y largo muy sugerentes.

No le dije nada, me fui al acabar el café. Hoy escribo esto porque creo que solo cuando escribes sobre una etapa de tu vida, puedes enterrarla.