lunes, 5 de abril de 2010

Para cualquier cosa, ya lo sabes

Nunca había tenido mucho carácter y, de alguna manera, le resultaba cómodo: todas las decisiones las tomaban otros. Tampoco se atrevía a decir que no y también le resultaba cómodo. Probablemente por eso, se tomó un café cada mañana, antes de entrar en el despacho, durante años. No soportaba el café, ni el tabaco que sus compañeros fumaban compulsivamente; pero siempre estuvo bien considerado, aunque lo tuvieran por demasiado introvertido y no compartiera la afición a los juegos de rol - y a las redes sociales- que tan extendida estaba en la empresa. David Garitano creía sinceramente que había dado con la panacea para evitarse todos los problemas, sólo tenía que pronunciar la frase providencial:" Para cualquier cosa, ya lo sabes", acompañada de una sonrisa.

Cuando fue detenido por los nazis y conducido al campo, no se lo pensó mucho a la hora de aceptar un puesto en la oficina logística. Todas las mañanas de tomaba un café con el suboficial-jefe de los crematorios, que era un fumador empedernido. Siempre le hablaba de lo mucho que costaba hacer bien el trabajo y de lo irritante que resultaba ver pasar a muchachas, tan bonitas, hacia las cámaras de gas, sin haber podido disfrutar de ellas. David sonreía siempre, hasta acabar simpatizando con aquel alemán hablador y jovial, que vendía los dientes de oro de los muertos a un contrabandista suizo.

Todo esto, ya no importaba nada. En el álcazar del Montañés, uno de los mejores navíos de 74 cañones de la escuadra del general Gravina, se vivía una actividad frenética desde que se habían divisado en el horizonte las dos columnas de Nelson - al menos veinticinco velas podían contarse-.
David no se atrevió a decirle a la sobrina del mismo Alcedo, que no quería enrolarse en la flota combinada que iba a medirse, de nuevo, con el demonio inglés.

Al poco de iniciarse el fuego cruzado con un gran navío inglés de tres puentes, notó el ardor en su pierna y aún pudo verla a unos metros de él, antes de desmayarse.
Al recobrar el conocimiento, en la camareta del segundo piloto, mientras oía los gemidos de dolor de los heridos, se acercó uno de los cirujanos, fumaba y le ofreció un cigarro a David, que aceptó con una sonrisa inverosímil.