lunes, 13 de junio de 2011

La democracia en España

Adapto el título de la obra capital de Alexis de Tocqueville, La democracia en América, para esta entrada, de forma deliberada e irónica. El politólogo francés señalaba las ventajas de la democracia republicana de los Estados Unidos, y las razones por las que no había tenido éxito en la América de habla española. También, por supuesto, hablaba de sus problemas y carencias.
De todas las características nocivas para el buen funcionamiento de las instituciones republicanas, señalaba como principal la formación de una élite política completamente dominada por intereses económicos propios y distintos de los generales de la nación, ¿ le resulta familiar a alguien?

Ayer enterraron a Georges Semprún, el gran escritor francés de origen español que nunca olvidó al país que le vio nacer. Cosa que no se puede decir del país ni de sus gobiernos, ni siquiera del que formó parte como ( el mejor) ministro de Cultura ( que ha tenido la democracia) A este respecto recuerdo una anécdota que comentaba Eduardo Arroyo hace pocos días en un programa de la televisión pública: Cuando Semprún fue cesado por las insostenibles presiones de llamado sector guerrista del PSOE, alguien, que todavía hoy se llama socialista, dio la orden de impedir que Semprún utilizase el coche oficial para llevarse sus pertenencias del despacho. Así, se vio en la tesitura de cargar con varias bolsas y buscar un taxi para volver al domicilio particular, que le había cedido el mismo Arroyo en Madrid. Y era un ex ministro que había tenido una conducta intachable en sus tres años como miembro de un gobierno democrático.

La degradación de la vida política en España arranca de la época dorada del guerrismo que, contra todo lo escrito por muchos hagiográfos del ex vicepresidente del Gobierno, no dudó en pactar con el diablo para mantener las cuotas de poder socialista surgidas de la grandes victorias de 1982 y 1986.  En esos momentos se impone el modelo clientelar del PSOE, basado en un turbio equilibrio de intereses y lealtades personales entre los llamados barones territoriales. Este modelo es copiado por la entonces debilitada AP y, después, por todos los partidos políticos con poder efectivo en las instituciones, con los nacionalistas catalanes y vascos a la cabeza.
Una completa ausencia de tradición democrática y unos partidos que no pasaban de ser formaciones de cuadros, salvo excepciones como el PNV, posibilitaron el ascenso de personas que entendían - y entienden, todavía- la política como una vía para asegurarse una vida cómoda.
No es cierto que la mayor parte de la clase política sea un colectivo de gente honrada - argumento primero que esgrimen los dirigentes políticos puestos en apuros- que trabaja por el bienestar de los ciudadanos: la naturaleza corporativista del sistema partitocrático no lo permitiría. Simplemente se mira para otro lado porque no se ha trabajado en otra cosa que la política, y es muy difícil renunciar a determinados privilegios para iniciar un proceso de aprendizaje y reciclaje profesional, que de ninguna manera garantiza un status similar al que se tenía en la vida política.

Las dos últimas legislaturas han visto culminar ese largo proceso de degradación de la vida política del país. Y podemos señalar varias causas: la primera es la falta de coraje del presidente Rodríguez Zapatero, que impulsó numerosas reformas hasta que la oposición de los sectores más conservadores y el deterioro de la situación económica, le hicieron creer que seguir por el mismo camino le apartaría del poder. Cabe señalar que este análisis erróneo es el mismo que han llevado a cabo, sin excepción, todos los dirigentes socialdemócratas europeos desde hace treinta años, sin tratar siquiera de comprobar el apoyo social que hubieran tenido políticas progresistas mantenidas en el tiempo.
Como segunda causa no es posible soslayar la vergonzosa actitud del Partido Popular, que en ningún momento ha albergado otra intención que la de derrotar, en el sentido más amplio y siniestro de la palabra, a unos socialistas desacreditados desde hace tiempo por su constante falta de palabra - de nuevo cabe señalar aquí al presidente Rodríguez Zapatero como paradigma-. El PP quiere tomar las instituciones al asalto porque, como organización, no cree en métodos democráticos; además, tampoco las necesita porque quiere destruir al Estado, garantía igualitaria que impide el triunfo de la ley del más fuerte.

La progresiva, y todavía débil, contestación social que ha recibido esta manera de hacer política,  se ha visto tildada de antipolítica, en un juego perverso que pretende marginalizar y negar la legitimidad democrática de cualquiera que cuestione el statu quo.
No es una contestación al margen de la política, llevada a cabo por gente que no está interesada en participar en un proceso democrático. La regeneración de los procesos y de la vida política es indispensable, precisamente, para salvar la democracia y, desde luego, para acabar con la impunidad de los responsables de todos los males que aquejan nuestra vida pública y nuestra existencia misma como sociedad organizada en torno a valores que son, al menos sobre el papel, más progresistas y solidarios que otra cosa.