No recuerdo con precisión cuando el cine se convirtió en el amor más duradero que he tenido, muy probablemente fue durante las habituales emisiones de películas de capa y espada que poblaban mis veranos infantiles, en la única televisión de la época y en las tardes de los domingos, cuando todos los vecinos del pueblo se reunían en una destartalada sala de cine que proyectaba éxitos de veinte o treinta años atrás.
El ritual para ir al cine siempre era el mismo: se merendaba pan con vino y azúcar o con chocolate en casa y, después, se quedaba con los amigos en una pequeña plaza arbolada, a la entrada del pueblo, desde la que partía una procesión sin más santos que Tyrone Power o Errol Flynn.
En algunas ocasiones podíamos entrar en la cabina de proyección, mientras el encargado de rezar para que no se estropeara el proyector, remendaba con acetona las viejas cintas de celuloide, muy castigadas por los años y las tijeras de los censores. A mí todo aquello se me antojaba mágico hasta el punto de desear, durante años, vivir en aquel pequeño cuarto - con las latas vacías de las películas, los diversos recambios para el proyector, las botellas de acetona, etc.- Y algún póster de viejas películas, que desapareció poco tiempo antes de cerrar aquel cine para siempre.
Habrían de pasar, no obstante, varios años, hasta que experimenté la sensación en una sala de cine, de encontrarme ante algo que trascendía el mero entretenimiento: fue en el desaparecido Casablanca de Barcelona, viendo "Jules et Jim", la más que irregular obra del maestro Truffaut. Salí fascinado de la sala.
Muy poco tiempo después, tuve la fortuna de cruzarme con el mejor profesor del mundo, un argentino exiliado por la dictadura del general Videla que convirtió, a varios de sus alumnos, a la fe eterna del cine y la literatura. De aquellas clases salieron sesiones en los cines " de arte y ensayo", lecturas de guiones, de poesía, prosa, un grupo teatral, vocaciones literarias, varias relaciones sentimentales sin futuro y una devoción sin límites por la figura sagrada del docente, del maestro.
En aquel único curso con Aldo G Möeller - o Müller, o Möller, según el día- fueron apareciendo en mi vida Bergman, Preminger, Ford, Dreyer, Murnau, Chaplin, Erice, Torre Nilsson, Fellini, Buñuel, Rossellini, Visconti, Ozu, Kurosawa, Berlanga, Rohmer, Resnais, Chabrol, Clouzot, Casavettes, Mankiewicz, Lang, y más y más directores, que se sumaban a los actores y actrices que llenaban mi cabeza de pájaros desde los años de cine en el pueblo.
Anoche tuve la ocasión de revisar una de las grandes películas de mi historia del cine: " Barry Lyndon", del genio Stanley Kubrick. Una película maravillosa que me hizo olvidar, por completo, la realidad y trasladarme al siglo XVIII, a la guerra de la Siete Años, cuando los canallas de la época se dotaban de un encanto que nadie tiene hoy en día.
Ah, escribir es un ejercicio magnífico de olvido - para lo que debe olvidarse- y de recuerdo - para lo que debe recordarse-. Esta última frase críptica queda para mí.