La muerte de Manuel Fraga Iribarne, leal servidor de un golpista genocida y uno de los políticos de más larga actividad de toda Europa, ha servido para dejar al descubierto buena parte de las vergüenzas de la Transición. Ésta no fue otra cosa que un acuerdo entre élites, para establecer un espacio político en el que todos sus miembros tuvieran cabida, disfrutando de privilegios que debían financiarse privando, al conjunto de los ciudadanos, de un verdadero progreso material y social; el que equiparase a España con los países más avanzados de su entorno. Aquel "modelo escandinavo" tantas veces nombrado, en vano, en los primeros años de la Transición - aquellos en los que la ciudadanía pensaba que la verdadera libertad era posible-.
Ahora sabemos que aquel proceso político, que nos quisieron hacer creer ejemplar, fue una gran mentira: los acuerdos que dieron forma política a la Transición no salen de las constituyentes de 1978, salen de los pactos de La Moncloa de 1977, que certifican un modelo económico basado en la precarización constante de las condiciones laborales de los trabajadores, como medio para controlar la inflación y asegurar el crecimiento económico, dogmas de la derecha triunfante, ahora llamada neoliberal. Este modelo perverso había de servir para que la oligarquía del régimen no perdiera ni uno solo de sus inmensos privilegios, simplemente debería compartir, algunos de ellos, con los advenedizos que mal formaban la llamada "oposición en la clandestinidad".
Los pactos se produjeron, como los acuerdos constitucionales, bajo la mirada de los generales al mando del ejército del 18 de julio, el que había acabado con la débil e idealista República - cuya legitimidad y dignidad reivindico sin matices, pese a todos los errores que cometieron sus gobiernos, que no fueron pocos-.
Quién no recuerda expresiones siniestras como " ruido de sables", o aquellos ejercicios de prestigio y necesidad que eran las invitaciones a los generales de peso, a la mesas más importantes del país. Por no hablar de las extrañas maniobras que determinadas unidades, acuarteladas en torno a Madrid, realizaban sin más orden que la del general al mando de las mismas. En esos huertos y no en otros se cultivó la Transición.
Manuel Fraga, el ministro reformista del dictadura, como gustaba presentarse, fue una pieza esencial del engaño. Con esto admito que, sin Fraga, la Transición que conocimos no hubiera podido llevarse a cabo - tampoco sin Santiago Carrillo, otra figura siniestra por la que ya no podemos preguntar a Jorge Semprún- pero tal vez otra sí, tal vez mejor para los intereses del conjunto de la ciudadanía.
Puedo entender perfectamente el dolor de los familiares y allegados a Fraga por su muerte, sé lo que es perder a un padre, como tantos otros, y respeto el dolor ajeno. Pero este legítimo y comprensible dolor también era el de las familias de Julián Grimau, de Enrique Ruano, de los obreros asesinados por la policía en la iglesia de San Francisco de Asís, en Vitoria-Gasteiz. Fraga tenía las manos manchadas de sangre y su supuesta reconversión a la fe democrática no es suficiente para dejar de considerarle otra cosa que un canalla.
Cuando leo y escucho todas las hagiografías, a cargo de periodistas y políticos, solo puedo sentir vergüenza. Vergüenza y rabia porque seguimos en manos de los mismos amos, seguimos gritando aquello de " ¡ Vivan las caenas!". Siento vergüenza y rabia porque la dimensión del engaño al pueblo y la cantidad de gente que de él se ha beneficiado, a expensas de sus compatriotas, son enormes. Y no somos capaces de decir basta.