Estaba sentada en el borde de la bañera y no podía dejar de mirar la corneja moribunda. Veía en su absoluto desamparo la imagen de su propio sino. Se dijo varias veces: no tengo en el mundo a nadie más que a Tomás.
¿Había llegado a la conclusión, tras el episodio con el ingeniero, de que las aventuras no tienen nada que ver con el amor? ¿De que son leves y no pesan nada? ¿Ya está más tranquila? En absoluto. Vuelve a su mente la siguiente escena: Salió del retrete y su cuerpo estaba en la antesala, desnudo y rechazado. El alma temblaba, asustada, en algún lugar, en la profundidad de las entrañas. Si en aquel momento el hombre que estaba en la habitación le hubiera hablado a su alma, se hubiera echado a llorar, hubiera caído en sus brazos.
Se imaginó que en su lugar hubiese estado en la antesala, junto al retrete, alguna de las amantes de Tomás y que, en lugar del ingeniero, hubiese estado dentro Tomás. Le habría dicho a la chica una sola palabra y ella lo hubiera abrazado llorando.
Teresa sabe que así es el momento en que nace el amor: la mujer no puede resistirse a la voz que llama a su alma asustada; el hombre no puede resistirse a la mujer cuya alma es sensible a su voz. Tomás no está protegido ante los peligros del amor y Teresa ha de temer por él cada hora y a cada minuto.
¿Cuál es su arma? Únicamente su fidelidad. Se la ofreció desde el comienzo, desde el primer día, como sí supiera que no tenía otra cosa que darle. El amor que hay entre ellos es de una arquitectura extrañamente asimétrica: descansa sobre la seguridad absoluta de su fidelidad, como un palacio mastodóntico sobre una sola columna.
La corneja ya no movía las alas, sólo a veces le temblaba la patita herida, quebrada. Teresa no quería separarse de ella, como sí velase junto al lecho de una hermana suya moribunda. Al fin fue a la cocina a almorzar algo rápidamente.
Cuando volvió, la corneja había muerto.